Carmen. Una mirada al interior de la persona (Parte I)

  “Los niños que estamos en centros me damos mucha pena”.  Esta frase difícil de conjugar en sujeto y predicado, la pronunciaba un día en sesión Carmen, cuando me describía cómo gritaba “papá, papá, ven a por mí” por la ventana de su habitación del centro de protección el primer día que llegó a él a la edad de 6 años. Un grito de absoluta desesperación, esperando a unos padres que nunca fueron a por ella. Es el escenario de la desolación en una vida que apenas acababa de empezar.

Carmen es hoy una chica de 14 años que reside en un centro de protección desde hace 8 años. Como muchos otros niños, Carmen viene de una historia con sus padres de exposición continuada al daño como forma de relacionarse dentro de la familia.

Actualmente apenas tiene amigas, con una relación de pareja más atravesada por los celos y las peleas continuas que por el cuidado y el afecto. Por otro lado, sus conductas y actitudes causan rechazo en las personas que la rodean: compañeros, educadores y otros profesionales.

En el último tiempo se ha incrementado el rechazo que los educadores sienten hacia ella (y, por supuesto, el de ella hacia sus educadores). La consideran una niña que “manipula, somete a otros y hace continuas llamadas de atención”. Por su parte, Carmen expresa que los educadores no la entienden, no sienten interés por ella ni les importa cómo ella es y cómo está o que son muy invasivos (a través de la corrección conductual).

Este circuito, que se retroalimenta por las partes implicadas, se va haciendo cada vez más insostenible para todos, con efectos obviamente de diferente gravedad, según de quién se trate. Por esto, para poder ayudar a los menores y para evitar el llamado “burn out” de los profesionales es fundamental que podamos ver el dolor del niño.

Para poder acercarnos y entender estas conductas y actitudes de los niños: manipulación, mentiras, pasos al acto, hetero y autoagresiones, etc. (lo que en psicología llamamos síntomas); necesitamos incorporar la idea de defensa.

 

Mirando a la persona y sus defensas

Desde bien pequeña Carmen experimentó que los niños dependen radicalmente del cuidado de un adulto. Si cualquier niño hace una experiencia particular de su dependencia, hemos de imaginar que un niño absolutamente desprotegido por las figuras parentales hace una experiencia muy angustiosa de la dependencia.

Sabemos gracias, entre otros, a René Spitz y sus estudios sobre el llamado síndrome del hospitalismo (Spitz, 1958), que este cuidado del adulto es la base fundamental para el desarrollo físico y por supuesto psíquico. Y que dicho cuidado no pasa en exclusiva por alimentar y dar alojamiento, sino por mostrar un interés por el menor, siendo capaz de acoger a un ser extraño que no es la prolongación de tu cuerpo ni de tu psiquismo, pero que vive atravesado por ellos en la medida en que existe una relación. 

 

En el caso de Carmen, bien pronto se enteró del hecho de que de quien dependemos, igual que tiene el poder para cuidarnos tiene el poder de dañarnos. Esto hace de la experiencia de dependencia algo traumático, pues el cuidado y el daño vienen por la misma vía: el vínculo con el otro (Pereña, 2013)

Si bien, como decimos, cualquier criatura irá descubriendo esta doble faceta, en los niños en desamparo la experiencia de protección suele ser escasa a favor de la experiencia de desprotección, con lo cual podríamos decir que existe una doble experiencia traumática. Esto no significa que no podamos localizar, junto con el niño, acontecimientos extraordinarios de cuidado en su historia, que podrán emerger durante el proceso terapéutico (White, 1993).

En su dependencia, en su angustia infantil, Carmen experimentó que  nadie estaba conectado con sus necesidades y su sentir, por lo que nadie pudo contenerla ni contribuir a organizar su experiencia para construir su mundo interno (lo que llamamos la gestión e identificación de emociones: representar, simbolizar, mentalizar, etc.). Nadie la preparó para que el mundo externo fuera algo habitable y no pura e insalvable amenaza.

 

Su experiencia frente a la angustia es el vacío, no un conflicto (no hay otro conectado conmigo al otro lado ni siquiera para oponerme), quedándose en la impotencia y la desesperación.

Del mismo modo, tampoco experimentó la mirada de interés. Piedad Ruiz (2016) habla de las llamadas investiduras libidinales de otro hacia esa mirada donde las figuras de cuidado (generalmente los progenitores) tienen puesto todo su interés en las cuestiones de sus hijos (qué le gusta, qué dibujó, a qué jugó, qué aprendió en el cole, por qué hoy está enfadado, alegre o triste, etc.), lo que hace al niño sentir que es alguien importante para otro, que tiene un lugar en su deseo y, sobre todo alguien, que es merecedor de amor (lo que suele llamarse autoestima).

Carmen no ha experimentado ese otro que le haga saber que ella es merecedora de amor, lo que le lleva a pensar que la razón de su abandono es ella misma, porque es un desecho y no merece nada bueno. Es mejor verse como un desecho, lo que explicaría que el otro no la quiera, que verse en su desgracia de ser hija de esos padres. Pues esto supone un duelo dificilísimo que la conecta con el abandono. Y este es el territorio de la defensa psíquica. Defensa que, si bien surge con el propósito de proteger al sujeto del vacío, termina llevándolo al peor de los escenarios posibles: el rechazo y la desvitalización.

Carmen lo formula de este modo tan esclarecedor: “si dependo, si vienen a cuidarme, me van a dañar”. Hay que poder escuchar esto de los niños y niñas con los que trabajamos para entender que Carmen pretende asegurarse de que nadie la haga daño evitando que otros se acerquen, es decir, rechazando. Este rechazo es una estrategia de defensa, que precisamente la defiende de un gran conflicto: necesito al otro, pero el otro daña con su violencia o no estando.

Así, sustituye el dolor por el daño tanto en la forma de demandar a los otros como en lo que recibe de los otros. Ella rechaza y a la vez se siente rechazada. Esta posición de Carmen le impide, en gran medida, poder recibir de otros (en nuestro caso del sistema de protección y, en concreto, del recurso residencial, pero también del sistema escolar) el cuidado y la atención que, por otro lado, serían su posibilidad y, suponemos, que parte de su deseo.

Comprender el modo de vivir de esta chica es fundamental para no tomarla como una adolescente que confronta, desobedece y desafía por defender su criterio o su deseo. ¡Ojalá! En Carmen el rechazo y la agresividad son una posición, ya son más que una defensa: son un modo de sentir su vida. Y, en todo caso, si algo de su conflictiva relación con los otros fuera de naturaleza diríamos “adolescente”, tenemos que ser capaces de entender que nos está tomando como referencia, y eso es bueno.

Cuando Carmen se angustia también busca a los demás. Sin embargo, Carmen tiene una dificultad para dirigir su necesidad al otro transformándola en demanda ya que no tiene experiencia de acogimiento de su existir. Podría decirse que no conoce cuál es la vía, cómo es el camino entre sentir una necesidad y dirigir su demanda hacia el otro, porque esta vía queda obstruida por esa especie de certeza de que no habrá nadie al otro lado para ella. ¿Cómo se le pide al otro que te ayude? 

 

Así, su forma de llamar la atención, que se descalifica como manipulación (poner malas caras; mostrarse triste, enfadada, asqueada; hacerse cortes y pedirle el botiquín al educador; decirle a un educador que otro educador la trató mal; manifestar alguna dolencia física, etc.) es su forma de intentar acercarse a otro que responda y acoja, a la vez que se le rechaza pues no se ve en la posibilidad de recibir.

Son modos precarios de hacerse un hueco en el otro, de tener un espacio en la vida del otro, de ser mirado, una posibilidad de acogimiento (otro al que a la vez se teme, pues en el fondo se espera que dañe).

La falta de una perspectiva en relación al conflicto del niño y sus estrategias defensivas lleva, no solo a no percatarnos del sufrimiento del menor sino, además, a pensar en la intervención con menores con una perspectiva correctiva. Se tiende a tirar de una premisa que es absolutamente contraproducente: ignorar la conducta (si no refuerzo la conducta acabará por extinguirse, se dice). Como venimos explicando ésta puede ser la peor de las respuestas.

Si ante estos intentos de acercamiento, los profesionales responden ignorando la conducta, cuestionando su sentir, castigando, mostrando hostilidad etc., lo que acontece es que se descalifica su demanda, se descalifica su intento de buscar al otro y se favorecen las conductas de daño, pues es el camino conocido. Es decir, que queriendo ignorar la conducta se termina ignorando a la chica. Se repite así la escena traumática: angustiarse y que su snetir no sea acogido por nadie. Y el circuito también es el de siempre, es decir, rechazar, encontrar el rechazo, sentirse víctima, caer en la impotencia, etc.

Ahora bien, si nuestra misión es cuidar, ¿cómo logramos los profesionales que desde diferentes contextos tratamos con Carmen conseguir que pueda verse a sí misma como objeto de cariño y cuidado, con todo lo que eso implicaría en nuestra capacidad de ayudarla?

Para empezar, nos tenemos que despegar de la idea acusatoria de ver la manipulación como llamada de atención. Si un niño o una niña trata de manipular y llamar la atención es porque la necesita y no conoce una vía más adecuada de pedirla. ¿Qué es acoger si no es atender a la forma precaria que tiene el otro de demandarnos? ¿No es esta la función de los profesionales que trabajamos con niños del sistema de protección?

 

Referencias bibliográficas

Pereña, F (2013). De la angustia al afecto. Madrid: Síntesis

Ruiz, P. (2016). El cuerpo pulsional, Madrid: Seminarios las huellas del psicoanálisis en el pensamiento contemporáneo

Spitz, R. A. (1978, 1ª ed. 1958). El Primer Año de Vida del niño. Buenos Aires: Aguilar.

White, Michael y Epston, David (1993). Medios Narrativos para fines terapéuticos. Buenos Aires: Paidos.

 


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