LAS EDADES DE JAIME
Una de las dificultades que
nos encontramos los profesionales y acogedores al tratar con nuestros menores
son los desajustes que existen entre las distintas áreas del desarrollo
evolutivo. A veces, las diferencias entre áreas son muy amplias, encontrándonos
con niños de 12 ó 13 años, con un desarrollo afectivo de un niño de 3 años y
una forma de relacionarse con los iguales como lo haría un niño de 5 años,
pero, por ejemplo, con un desarrollo sexual de un chico de 15 ó 16. Esta descompensación entre las distintas áreas del desarrollo hace difícil la adaptación del menor a una sociedad que espera de él un comportamiento propio de un niño de su edad con una historia de buen trato y por lo tanto una evolución equilibrada. Genera en el menor confusión, frustración, incomprensión, rechazo, diálogo interno negativo, desconfianza, comportamientos defensivos, baja autoestima, etc.
pero, por ejemplo, con un desarrollo sexual de un chico de 15 ó 16. Esta descompensación entre las distintas áreas del desarrollo hace difícil la adaptación del menor a una sociedad que espera de él un comportamiento propio de un niño de su edad con una historia de buen trato y por lo tanto una evolución equilibrada. Genera en el menor confusión, frustración, incomprensión, rechazo, diálogo interno negativo, desconfianza, comportamientos defensivos, baja autoestima, etc.
Pero es su realidad. Todo un reto para los
profesionales que trabajamos con ellos (tanto dentro del Sistema de Protección
como en el Sistema Educativo) y para las familias que deciden acoger o adoptar.
He preferido reflejar esta
realidad a través de una historia ficticia con la esperanza de acercar al
lector de forma más vivencial a esta consecuencia característica de un
desarrollo cerebral en un ambiente maltratante y/o negligente. Como dije en
otro artículo: los niños hacen lo mejor que pueden con los recursos internos
que tienen a su alcance.
Jaime tiene 11 años. Debería
comenzar sexto de primaria este curso, pero el colegio habló con las educadoras
y decidieron que lo mejor para él sería repetir quinto. Le habían dicho que
aunque era un fastidio era mejor repetir y pasar más preparado a sexto porque
era un curso más difícil.
“¿Difícil?” – pensó
Jaime. “¡También 5º lo era! ¡Y 4º! ¡Y hasta 3º! ¿Por qué nadie le preguntaba
a él?”
Él sí sabría qué curso
elegir. Elegiría aquel curso…ya no recuerda bien cuál, pero sí recuerda la
amabilidad de la maestra, la cantidad de juguetes del aula, los muchos dibujos
que hacía y él pensaba que eran los peores de la clase pero que la maestra
colgaba junto a los demás y lo llamaba “arte abstracto” o algo así.
Aquel curso en el que se sentaba en la alfombra con los compañeros y escuchaba
aquellos cuentos que leía la maestra con una voz muy dulce que, extrañamente,
le hacía sentir tranquilo.
Hace mucho que nadie le lee
un cuento… ¡y a él le encantaría! Pero claro, ¿a quién se lo va a pedir? ¡Qué
vergüenza! Parecería un niño pequeño y se reirían aún más de él. Estaba cansado
de escuchar que él ya era mayor y que debía de hacer tal y cual o que no
debería hacer cual y tal.
“¡Buf!”- Exclamó para sí- “¿qué me pasa por dentro? ¿Qué
es esto?”. Y Jaime, sin saber bien por qué, se vio de pie en medio del
salón del centro de menores donde vivía. Miró a su alrededor. En su sitio había
un trozo de una hoja con números y algún bolígrafo. El resto de sus cosas
estaban en el suelo y detrás de él, su silla caída. Los demás estaban en la
mesa del comedor con sus libros de actividades de verano y sus estuches. Le
miraban asustados. Eso sí lo entendía, pero… ¿por qué? ¿Otra vez viendo que los
demás no le querían? “¡Serán idiotas!”-pensó, y a continuación gritó:
-¡¡Dejad de mirarme, gilipollas!!-
La educadora se acercó a él.
De repente, Jaime sintió unas ganas inmensas de chillarla y golpearla con lo
primero que pillara.
“Que no se acerque, que
no se acerque, que no se acerque.”- pensaba una y otra vez.
En el cerebro vigilante de
Jaime, la amígdala había vuelto a tomar el control: miedo; dolor; mamá;
flashes; evitarlo; defenderme;…Su cerebro más primitivo había hecho saltar
varios resortes defensivos.
“¡Ay! ¡Qué daño! ¿Qué me
pasa en el brazo?”- Jaime volvió a encontrarse a sí mismo por sorpresa.
Esta vez la educadora le tenía cogido del brazo con firmeza y le llevaba a su
dormitorio. -¡¡Que me sueltes, gilipollas!! ¡Ya verás, te vas a enterar!-
-Quédate aquí y
tranquilízate que luego vengo a hablar contigo.- dijo la joven.
-¡A mi no me hables! ¡Zxxxx,
pxxx!-.
La educadora salió y cerró la
puerta.
Y allí estaba Jaime, con una
ira interior que no podía controlar y sin dejar de chillar, golpear y tirar
cosas. ¡Qué sensación! Estaba fuera de sí.
Después de unos minutos
seguía golpeando y mascullando no sabía bien el qué. Se sentía cansado y confundido. ¿Pero qué
demonios había pasado? ¡Pero si él no había hecho nada! Estaba en el salón tan
tranquilo con los demás y de repente le habían castigado… “¡¡Castigo!! ¡Oh
no, esta tarde vamos a la piscina! ¡Mierda! Seguro que me castigan sin ir. [...] Me
tienen manía…a mí no me quieren como a esos dos enanos insoportables que han
entrado este verano. Esos lloran y encima les dan mimos y no les castigan. ¿¿Y
a mí?? ¿A mi por qué no me hacen lo mismo?”
En ese momento se abrió la
puerta. La educadora entró con expresión seria.
“¡Ay dios! Otra vez esa
cara…Piensa Jaime, piensa. ¿Está enfadada? ¿Está eso que ellas llaman
“decepcionada”? ¿Está triste? ¡Corre Jaime, piensa rápido!”
- ¿Ya estás más calmado?-
-¿Y a ti qué más te da?- “¡Ups!
¿Pero qué estoy haciendo? Ahora se enfadará más”.
- No me da lo mismo. A mi me
importas.-
-¡Mentira! ¡Mentirosa! A mi
no me engañas-gritó.
- Bueno Jaime, veo que aún
necesitas más tiempo. Luego vuelvo.-
Y ahí se quedó Jaime…mirando
cómo se cerraba la puerta de su dormitorio. De pronto sintió dentro de sí lo
mismo que había notado al acordarse de que ya nadie le leía cuentos. Pero… ¿qué
era esa sensación? Jaime se acordó que era la misma que sentía a veces cuando
se despedía de su madre en las visitas quincenales…Y recordó aquel domingo que
volviendo de la visita una educadora le explicó que lo que sentía era tristeza,
y que era algo natural que a todas las personas les pasa.
“Así que estoy triste… ¡pues no me gusta! ¡Duele!”
–y sus pensamientos se hicieron palabras: -¡Duele, duele!-
Entró de nuevo la educadora
y lo encontró hecho un cuatro sobre la cama deshecha, bañado en lágrimas y
gimiendo: -duele, duele…-
-¿Qué te duele? ¿Te has
hecho daño antes?-
¿¡Pero de qué hablaba!? ¿Es
que no se daba cuenta que le dolía por dentro?
Y un deseo (casi tan fuerte
como el que sintió en el salón de chillarla y golpearla) invadió cada poro de
su piel: “que me coja en sus brazos y me balancee…que me hable dulce como
aquella profesora…que me quite esta tristeza tan, tan grande…”
La educadora le acarició el
pelo y le dijo que cuando se sintiera mejor volviera al salón con los demás.
Esta vez no cerró la puerta
tras de sí, y Jaime se quedó allí, tumbado, mirando al pasillo y esperando que
alguien con voz dulce le cogiera como había visto hacer a algunas madres en el
parque con sus hijos pequeños para consolarlos cuando se caían.
Nadie apareció.
Y la tristeza se quedó.
Un pensamiento entró brusco
en escena: “Claro, yo ya soy mayor. No debo hacer estas cosas. ¡Qué imbécil
soy! Ya tengo once años…a mí nadie me va a querer como a esos niños…”
Volvió triste al salón. La
educadora le ayudó a pegar la hoja rota del cuaderno y le invitó a continuar
haciendo los ejercicios.
“¡Mierda de tarea! Si ni
siquiera escribo bien. […] ¡Ah!…ahora sé por qué no me cogen en brazos…Soy el
único de mi clase que no sé dividir aún…Y los demás saben de qué van esa
porquería de fracciones y la aburrida reproducción de las plantas. Seguro que
sus padres les quieren porque son más listos que yo… […] Es cierto…si todos
supieran que me muero por poder jugar con los juguetes de los dos mocosos
nuevos… ¡Buf! Se reirían de mí…y a las educadoras no les gustaría porque yo ya
soy mayor…Y mi madre se enfadaría… […] Tienen razón los de clase: soy raro”.- Unos momentos de reflexión pasando el lápiz sin
rumbo fijo por encima de las divisiones- “¡Pero ellos no saben ni la mitad
de lo que yo sé de chicas mayores!”
-Jaime, ¿todo bien? Tienes
esa sonrisa de estar pensando en liarla…-Jaime clavó la vista en la educadora.
“¿Sabrá lo del beso con esa chica de sexto? ¡Por favor que no lo sepan! ¡Ella
era repetidora! Qué corte…me muero de la vergüenza… ¿¡Y lo de la lengua!?
Ufff.” A continuación se sumergió casi sin darse cuenta en recuerdos y
sensaciones a veces agradables, a veces desconcertantes…
-¡Buaaaaaa!- uno de los
niños pequeños rompió a llorar. Los recuerdos se interrumpieron de repente. Otra vez miedo; duda; inseguridad; confusión… ¿Qué
había pasado? ¿Qué iba a pasar?
La educadora cogió en brazos
al pequeño y lo sentó en su regazo mientras ayudaba con la tarea a otra niña.
Jaime fijó su mirada en esos brazos y en cómo sujetaban y rodeaban al niño.
“¿Y por qué se burlaban
de mi en clase y me llamaban bebé? ¡Yo no soy como ése! Ni quiero serlo. ¡Que
le den! ¡Le odio!”
-¡Jaime!- la educadora
observó la cara de ira que se le estaba poniendo mientras miraba al pequeño y
le llamó la atención para sacarle de ese estado. –En un rato pasaré y quiero
que tengas hecha la primera fila de divisiones”-
-Pesada…- musitó. Volvió a
mirar su hoja sin saber exactamente cómo hacer las operaciones. “Pero cómo
voy a hacer esto si todavía cuento con los dedos a escondidas. Yo sólo quiero
jugar al balón… ¡pero yo solo! Que los de mi clase ponen unas reglas estúpidas
que sólo entienden ellos. Lo hacen a posta, ¡seguro!, para que yo no juegue.
¡Como el imbécil de Carlos! Yo era su mejor amigo y él me dejó para irse con
todos los demás. ¡Encima que yo pegaba a los que le caían mal! Es un idiota. Me
rechazó mi cromo favorito y me dijo que esa colección era antigua y de niños
pequeños. Por su culpa estaba solo en los recreos.[…] ¡Buf! No puedo dejar que
los de este año me llamen bebé. ¡Van a saber lo mayor que soy! Les voy a canear
a todos como no hagan lo que les digo. Y si no me dejan jugar les voy a…amarillo…aún
lo guardo… ¿seré un bebé? La cara de Bob Esponja ocupa todo el cromo.” -¡Ja,
ja, ja!- soltó una carcajada.
-¡Jaime! Venga, enséñame las
divisiones.-
“¿Divisiones?”- pensaba mientras no podía dejar de reír recordando
esos grandes ojos azules y burlones de su cromo favorito.
-¡Ay Jaime! Eres el mayor y
a veces pareces el más pequeño de todos-. Para entonces varios niños reían con
él mientras cantaban la canción de Bob Esponja.
-¡Silencio!- gritó la
educadora.
“¡Ups! Otra vez esa cara.
Pero esta vez sé que se ha enfadado.”
-Jaime, aquí a mi lado, a
hacer las divisiones, que vaya mañanita llevas.-
-¿Otra vez? ¿Pero qué he
hecho mal?- se quejó con energía Jaime.
-¿Me lo preguntas en serio?
¡Venga, las divisiones! Y no me enfades más o te quedas sin piscina esta tarde.
“¡Mierda, la piscina! Se
me había olvidado. ¡Jobar, ya no sé ni qué hacer! ¡Todo lo hago mal! ¡Pero si
sólo nos hemos reído! […] No quiero hacer la tarea. Sólo quiero…mmm, sólo
quiero…” Miró al regazo de la
educadora. Ella le miró extrañada y le señaló el cuaderno de divisiones.
Jaime pensó: “¿Se habrá
dado cuenta que quiero mimos? ¡Qué corte! Pensará que soy pequeño y me reñirá.”
Volvió a mirar de reojo,
tímidamente, al regazo de la joven y pensó: “Ojalá se diera cuenta…”
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